Hace algunos meses, en septiembre de 2024, advertí sobre la inminente manipulación del proceso electoral en Honduras. Señalé los riesgos de que las reformas constitucionales facilitaran la intervención del poder en la contienda, debilitando la equidad del sistema. Hoy, 9 de marzo de 2025, lo advertido se ha convertido en realidad: el fraude electoral ya no se limita a la compra de votos ni a la manipulación del conteo, sino que ha evolucionado en una estrategia de captura del proceso mismo.
¿Qué fue lo que pasó? Una candidata presidencial, sin renunciar a su cargo ministerial, ha logrado concentrar en sus manos la capacidad de influir directamente en la elección. Las reformas a los artículos 199 y 240 de la Constitución fueron utilizadas como un escudo legal para justificar su permanencia en el poder mientras hacía campaña. Pero, ¿qué significado tiene esto para la democracia hondureña? ¿Cómo es posible que un alto funcionario público, que controla recursos del Estado y organismos de seguridad, pueda ser candidato sin abandonar su puesto? ¿Es esto una elección o simplemente una ratificación del dominio político? Honduras tiene un solo proceso electoral, no dos. La reforma constitucional fue aplicada con una interpretación errónea que favorece la permanencia de los funcionarios en sus cargos hasta seis meses antes de las elecciones generales, ignorando que la inhabilidad debía contarse desde las primarias. La consecuencia es que el aparato estatal fue utilizado como una extensión de la campaña, rompiendo toda posibilidad de un proceso equitativo.
La clave de esta manipulación no fue solo su permanencia en el cargo, sino el absoluto control sobre el aparato estatal. Mantener su rol dentro del Ejecutivo le permitió conservar el mando sobre las Fuerzas Armadas, la institución responsable de la custodia y seguridad del proceso electoral. Con ello, ¿qué garantía tenía el pueblo hondureño de un proceso imparcial? ¿Cómo podría asegurarse la transparencia cuando quien debía garantizarla era, a la vez, quien más se beneficiaba de la opacidad?
El traspaso del mando de las Fuerzas Armadas al Consejo Nacional Electoral (CNE), tal como establece la normativa para garantizar la independencia del proceso electoral, nunca ocurrió, y era muy ovbio . Las Fuerzas Armadas, encargadas de la logística del transporte de las urnas, la seguridad de los centros de votación y la protección de los resultados, permanecieron bajo la dirección de la candidata, consolidando su dominio absoluto sobre cada fase del proceso. En estas condiciones, ¿puede hablarse de una elección justa? ¿Cómo puede el pueblo confiar en un proceso cuyos árbitros responden directamente a los intereses de una de las partes?
El uso de recursos estatales a su favor fue otra pieza clave en este ajedrez de poder. Vehículos, personal, infraestructura pública y medios de comunicación fueron utilizados en beneficio de su campaña, generando una ventaja ilegítima sobre sus contendientes. ¿Dónde quedó la equidad electoral? La exposición mediática que obtuvo desde su cargo no fue un accidente, sino un uso calculado de las estructuras estatales para consolidar su candidatura. ¿Por qué la oposición no tuvo acceso a las mismas oportunidades? ¿Por qué los organismos electorales guardaron silencio ante esta clara violación de los principios democráticos?
El Consejo Nacional Electoral (CNE), cuya función es garantizar la imparcialidad del proceso, ¿intervino para evitar esta situación? ¿Se pronunció sobre el evidente conflicto de interés? El Artículo 51 de la Constitución establece que el CNE y el Tribunal de Justicia Electoral deben ser autónomos e independientes, sin embargo, la realidad ha demostrado que sus resoluciones responden más a la lógica partidaria que a la garantía de elecciones justas.
¿Qué implicaciones tiene esto para el futuro de la democracia en Honduras? Cuando las reglas se distorsionan en favor del poder, la voluntad popular se convierte en una formalidad vacía. La soberanía del pueblo, consagrada en el Artículo 2 de la Constitución, ha sido vulnerada con estrategias que desdibujan la línea entre gobernar y hacer campaña. ¿Nos enfrentamos a un proceso electoral o a la consolidación de un modelo político donde las elecciones solo sirven para legitimar a quienes ya detentan el poder?
El tiempo de advertencias ha pasado. Es momento de exigir transparencia y equidad en el proceso electoral, antes de que la democracia se convierta en un mero espejismo de participación. La pregunta final es ineludible: si el voto ya no define el futuro del país, ¿qué nos queda de la democracia?